Siempre le he tenido terror a las mudanzas, soy un sedentario empedernido. Aunque, en términos estrictamente antropológicos, la mayoría de los hombres y mujeres de la actualidad lo somos, pienso que la civilización ha procreado una especie de nómada post-moderno ante el cual me encuentro en diametral oposición.
Hay gente que vive mudándose. Mi primera mujer me relataba (en aquellos tiempos en que vivimos diez años de corrido bajo un mismo techo) que para cuando cumplió doce o trece años de edad ya había perdido la cuenta de los lugares en los que había vivido. Tal parece que mis primeros suegros eran exactamente eso: nómadas post-modernos, brincando de un sitio a otro dentro de los confines de media Hispaniola. Recorriendo aquellos días la ciudad, no dejaba de sorprenderme la cantidad de puntos ante los que Grethel I. exclamaba (como si se estuviese enterando en ese mismo momento) «¡Nosotros vivíamos ahí!».
Los hay nómadas nacionales: tengo un amigo que nació en Imbert, Puerto Plata, a los 6 años se mudó a Moca, vivió su adolescencia en Tamboril, vino a formar familia en la Capital; trabajando, vivió una temporada en Hatillo de San Cristóbal y otra en Peralta de Azua, y ahora reside en Punta Cana (ya le he mostrado, en un mapa, la línea Noroeste y Samaná, por las dudas). Los hay nómadas barriales: tengo un vecino que, en un período de 3 años, vivió en la número 17 de mi calle, después se mudó a la número 13, más tarde se mudó a los multifamiliares de la esquina y actualmente reside nuevamente en la número 17 (ahora en la parte de arriba). Y los hay «everything in between», como diría Wally Brewster.
Me quito el sombrero ante estos artistas del Teoduloaquinismo pero yo, definitivamente, pertenezco a otra especie (mis padres han vivido casi medio siglo en la misma casa).
Nací el 27 de febrero del año 69. El 9 de septiembre de 1994 (25 años después, ahórrate la calculadora), me mudé a mi departamento de recién casado con la esperanza de que me sacaran de allí en un ataúd 60 años más tarde. Pero el descule matrimonial también es un fenómeno post-moderno y 10 años después me divorcié y tuve que buscar dónde vivir. Como tenía poca imaginación para esas cosas y, a la sazón, una olla terrible, regresé a casa de mis viejos. Cuando la olla se enfrió, me mudé una tercera vez al lugar «más atrevido» que pude encontrar: encima de casa de mis viejos, donde viviría los siguientes 9 años. Resumiendo: he vivido 37 años «en casa» y 10 en el condominio «No se pudo I».
El caso es que, en septiembre pasado, llega mi mujer y me dice que nos tenemos que mudar, que ya no cabemos, que las niñas necesitan espacio, que si todos «tus tereques de la cámara», que si todas «tus guitarras» y que bla bla bla. Y yo, que sé que estamos uno encima del otro y como fiel marido temeroso de su mujer, respondo «OK».
Pero qué lejos tenía las implicancias de lo que estaba a punto de suceder. Ahí en nuestro apartamentito de La Agustina, en cajas, gavetas, tramos, maletas y rubbermaids, yo había acumulado eso que llaman «una Vida». Esa cosa que uno teme destapar y desparramar sobre el piso a ver lo que sirve y lo que hay que desechar, ese compendium de fracasos (los triunfos cuelgan en la pared de la sala) que duermen en archivos y libreros como Krakenes dispuestos a envolverte en sus téntaculos y llevarte hasta el fondo del océano si alborotas demasiado la marea.
Ahí yacía la razón de mi inveterado sedentarismo, en el temor a destapar esas fosas de esqueletos, en el miedo a despolvar las múltiples decepciones acumuladas a lo largo de 47 años.
Pero no había escapatoria. Allí en el librero me esperaban todas las vidas que quise vivir y nunca pude, el relicario Sabinesco que me recordaba las ganas de «colarme en el traje y la piel de todos los hombres que nunca seré»: How to draw cartoons, Animación de caracteres, Así se toca el bongó, Electrónica 101, Becoming a synthesizer wizard, Así se pinta a la acuarela, The screenwriters bible, Enseñando a tocar a los deditos, el Tao Te Kin, 1001 libros que hay que leer antes de morir, Mi primera sesión de yoga, El Manantial: ejercicios espirituales de Anthony De Mello, The Ansel Adams Guide: Basic Techniques of Photography, Aprende a meditar, How to play guitar like Joe Pass, el Ulises de Joyce… polvo, moho, tiempo amarillo, propósitos de algún año nuevo ahora viejo, fracasos, sepulcros, quimeras. En cajones, cajas y cajitas recordatorias, lapidarias: aquel libro que me convertiría en el Pat Metheny criollo, aquel sure-fire manual para transfigurarme en el Aaron Sorkin versión Plátano Power, aquel gadget de audio que compré para grabar mi primer CD, aquel set de plumas, aquellas libretas vacías de papel Canson, aquellas yermas mascotas pentagramadas, aquel violín, aquella mandolina, aquella perfecta guitarra archtop de jazz con cuerdas flatwound y pickup Kent Armstrong HJGS6-GD.
Uno a uno reviví el entusiasmo inicial de cada una de aquellas empresas y el resquemor de admitirlas hoy inconclusas… oh no, inconclusa es la 8va de Schubert… ¡la mayoría de estas fábulas eran inempezadas!
El día de la mudanza, mientras se llenaban cajas y cajas de desengaños, a mí se me arrugaba el corazón ante la evidencia incontestable de tanto tiempo perdido y tantas ilusiones vanas.
¿Cuántos dioses caben en nuestro panteón? ¿Cuánto peso muerto podemos acumular en media vida? ¿A cuántas cosas nos seguiremos aferrando inútilmente con la esperanza de que algún día finalmente tendremos tiempo de estrenar los pinceles pintando acuarelas? Mientras acomodo cajas en el camión de la mudanza, Ani DiFranco me desgarra el alma con los últimos versos de School Night:
«I guess that this is the price that we pay
for the privilege of living for even a day
in a world with so many things
worth believing in».
Oh… claro ¡por Dios! Cargué con todo para la nueva casa. Poco a poco lo he ido organizando en tramos, libreros y espacios visibles y viables, absolutamente seguro de que algún día, finalmente, voy a aprender a criar orquídeas, a tocar el piano, a programar juegos electrónicos y que leeré el Ulises. Después de todo, no pienso volverme a mudar en 40 años.